viernes, 22 de octubre de 2004

DIARIO DE UN ESCOLAR AJETREADO

La cosa empieza allá por las 7 y media de la mañana, cuando los papis depositan al chavea en las puertas de la escuela, camino del trabajo donde deberán ganarse decentemente el pan, el DVD y las llamadas del móvil. En muchas escuelas actuales acá por Andalucía, algunos alumnos entran a las 7,30 de la mañana porque alguien tiene que encargarse de los chaveas a esas horas tempraneras, en ausencia de los papuchis. Y ese alguien tiene que ser la escuela, claro, que está para eso, para resolver todos los problemas del mundo mundial, no sólo para enseñarlos. En la guardería (perdón, cole) desayunan y se entretienen hasta que llegan los profes que se dedican a intentar instruir curricularmente mate, lengua y esas cosas tan antiguas.

Cuando acaba la faena de las asignaturas y todo el mundo está con ganas de cambiar el tercio de varas, una gran mayoría de mozuelos y mozuelas deben quedarse en el cole a comer, porque sus papis siguen trabajando o les pilla demasiado lejos el hogar para venir, hacer un cocido de garbanzos en el microondas y regresar de nuevo al tajo. Así que bastantes mocosos van ya por las 8 horas de permanencia en el colegio cuando acaban de deglutir como los pavos la comida industrializada que trajo el catering correspondiente. Algunos reanudarán las clases nuevamente, aunque el sueño y el aburrimiento apenas les permitirá abrir los ojos. Los críos más suertudos, aquellos en que su cole es de jornada continuada, podrán irse a casita, que ya es hora. A pesar de ello, otros muchos todavía tendrán por delante un par de horitas de actividades extraescolares en el recinto escolar dándole al judo, el baloncesto, la informática y demás entretenimientos virtuales. ¡Educación integral, muchachos, que ya la exigía Bakunin y Carlitos Marx hace una espuerta de años!

Allá por las 18 o las 19 horas, cuando el sol está a punto de irse a hacer gárgaras, los papaítos se acuerdan de que tienen que acercarse al cole a recoger al hijito de su alma, quien encima todavía es capaz de reconocerlos. (La naturaleza, que es muy sabia). ¡Papuchis!, grita el barandilla. Casi 12 horas lleva metido entre los muros escolares. Y encima más contento que unas castañuelas. Todavía si los progrenitores tienen programada una hora de asueto para ir de compras o echar un polvete sin que nadie les moleste, enviarán al niño a la academia particular de guitarra y mecanografía durante una horita, para que siga completando su formación. Por fin, con el regreso al dulce y extraño hogar, habrá de ponerse a hacer los deberes escolares, luego ducharse y finalmente hincarle el diente a un filete empanado de vaca, eso sí, precocinado, que el tiempo aprieta y ahoga. Luego, unos minutos de televisión que podrán prolongarse hasta altas horas de la noche si los papuchis no tienen prisa (los españoles es que nos acostamos muy tarde) y porque al nene no hay que llevarle la contraria ya que lo mismo se estresa, se cabrea o se deprime y porque, angelico, también tiene derecho a descansar de la dura jornada, que no todo va a ser aprender y aprender para ser un don nadie el día de mañana. Así que el riquitín se zampa toda la telebasura que le cae y cuando ya no puede con ella se va al catre pues a las 7 de la mañana el despertador volverá a cantar inmisericordemente el buenos días, levántate capullito, que es hora de ir al cole a desayunar, comer, hacer judo y si se tercia, a escuchar un fragmento inconcluso de mate o inglés.

-¡Que duermas con los angelitos! – le besan amorosos sus progenitores.

Y el nene entorna los ojos con ganas de no volver a abrirlos nunca más. Eso sí, la administración, con alta sensibilidad social, le pagó el aula matinal, los libros de mate y lengua así como una parte del gasto del comedor y de las actividades extraescolares. ¡Después no dirán los papás que les salgo caro! Y los padres tan contentos, oyes: a caballo regalado, ya se sabe, no le mires el diente. Y mirando al peque piensan agradecidos que el descanso no veas lo que reconforta. Quiero decir, el descanso de no ver al enano más que a la hora de cenar y dormir. Y menos mal, porque cuando sea mayor y se compre una moto, entonces es que ya no le veremos ni el pelo.

Y colorín colorado este ajetreado cuento escolar se ha acabado.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Quién dijo que se acabó la explotación infantil?

Anónimo dijo...

Se acabaron las bicocas, amigos. Ya hasta ser niño es una desgracia como otra cualquiera. Y no digamos si uno llega a viejo, más sólo que la una. ¿Y a ésto llaman políticas "sociales"?