viernes, 8 de abril de 2005

ADIOS, PAPUCHI

Hoy quiero dar una primicia a los lectores ocasionales que se pasen por esta bitácora. Me cuentan fuentes bien informadas (concretamente, un topo que tengo en una sala palaciega del Vaticano) que el Papa de Roma ha fallecido.

Supongo que en cuanto se conozca la noticia el mundo mundial se llenará de consternación. Primero porque la muerte vende mucho y da pingues beneficios publicitarios. Segundo porque un Papa no se muere todos los días y tercero porque Juan Pablo II ha sido un magnífico vendedor de ilusiones y de realidades a lo largo de sus más de 20 años de pontificado.

A nadie ha dejado indiferente este Papa. A los primeros que metió el dedo en el ojo fue a aquellos ancianitos del Presidium soviético que venían viviendo tan ricamente desde los años 20 del siglo pasado, a cuenta de una revolución que devino en un inmenso campo de concentración llamado comunismo. Intentaron liquidárselo contratando a un asesino a sueldo, pero el tío no logró atinar plenamente en su disparo al Papa y desde ese momento, con la misma velocidad con que se vino abajo el tinglado del telón de acero y sus satélites, se fue para arriba el aura de este Papa venido precisamente de aquellos mismos lugares. Desde entonces no paró de subir en el hit-parade de la fama. A pesar de sus tiquismiquis, porque nadie en sus cabales puede esperar que el jefe de la Iglesia de Roma se declare ateo, le encante el sexo oral o sea comprensivo con el envío al otro barrio -antes de su lógica natural- de ese anciano incurable, al que se le administra un potingue y santas pascuas: uno menos a chupar de las arcas del Estado, sin reportar beneficio alguno.

Me dicen mis otros topos que habrá varios días de funerales y que será lo nunca visto. Riadas de miles y miles de personas de todo el mundo acudirán a homenajear al Papa muerto; todos los mandatarios del mundo mundial dirán bellas cosas sobre su persona y hasta un tal Zapatero, presidente locuaz y dicharachero de la católica España, se quedará mudo, preso de la emoción y el sentimiento. Yo no acabo de creerme estos pronósticos pues la gente de Iglesia es muy teatrera y de cada diez cosas que dicen, once suelen ser mentira o medias verdades. Pero no sólo mis infiltrados en el Vaticano insisten en esta devoción hacia el fenecido Papa, si no que prevén que cuatro millones de personas llegarán a Roma en los próximos días para los funerales. Incluso me juran y perjuran que dentro de unos minutos, cuando el mundo entero conozca la triste noticia, todas las televisiones van a ofrecer programas kilométricos sobre el tema. Es más, me cuentan –y yo, como Santo Tomás, no me lo creeré hasta que no lo vea- que las telebasuras españolas Antena 3, Telecinco y las teles públicas van a quitar a las calientabraguetas que presentan los programas rosas para endilgar a los incrédulos españolitos horas y horas de música clásica, de rezos, de silencio y de imágenes papales.

Yo, qué quieren que les digan, no me creo nada de nada. Me resulta casi imposible que en cuestión de horas se dé la vuelta al calcetín y las iglesias y las catedrales se vuelvan a llenar de fieles (aunque sea para una misa de homenaje), que los Jefes de Estado de medio mundo destinen un tiempo precioso de su tiempo para ir a ver si el Papa queda bien enterrado y que los medios de comunicación nos den la matraca durante varios días sobre un Papa al que casi nadie ha hecho caso en sus prédicas morales, catalogadas de reaccionarias y surrealistas.

En cualquier caso, particularmente, este Papa me caía bien. Primero porque no era italiano, segundo porque había padecido personalmente la miseria y el horror de las dos grandes maldades del siglo XX (el comunismo y el nazi-fascismo) y tercero porque siempre fue a contracorriente, aunque en muchas ocasiones estuviese equivocado. (Quién no esté equivocado en más de una o mil cuestiones, que sea valiente y levante el brazo). En un mundo en que nuestras referencias de liderazgo político, económico y cultural lo han formado y forman toda una cohorte de chaqueteros, birrias, pusilánimes, meapilas, amorales, mentirosos, cobardes, inútiles, farsantes y otras hierbas, al menos el Papuchi supo estar siempre en el mismo sitio, a las duras y las maduras, aunque infinidad de sus cosas me entraran por un oído y me salieran por el otro, pues en su club no se admiten socios como yo.

Sólo la batalla contra la enfermedad y el dolor que ha mantenido hasta el último momento, para demostrar que somos unos blandengues que nos deprimimos en cuanto se nos decolora la manga de la camisa, ya vale para decirle en la despedida: si usara sombrero, Papuchi, me lo quitaba ante usted lleno de respeto y admiración. Cosa que no puedo decir de otros –más cercanos a mi forma de pensar y creencias- a los que les metería el sombrero en la boca hasta hacerlos callar para que así dejen de rebuznar tanto en nuestro nombre y en el de la paz, la solidaridad, la libertad y la leche.

Chao, amigo.

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