martes, 9 de mayo de 2006

EL HORROR DE SER VÍCTIMA



El 3 de abril de 2003, la doctora Noelia de Mingo, médico residente de la Fundación Jiménez Díaz, mató a tres personas e hirió a siete más en los pasillos del Centro con un cuchillo kilométrico. La doctora estaba como una cabra: “padecía de esquizofrenia tipo paranoide con delirios de persecución que afectaba a todo tipo de relaciones sociales y laborales y limitaba parcialmente su capacidad volitiva e intelectual” – en palabras del fiscal, pese a lo cual andaba tan campante por el hospital, sin que los rectores del mismo hicieran mucho asco a lo que compañeros y pacientes de la doctora denunciaban. Cuando quisieron empezar a tomar medidas, llegaron demasiado tarde.

Hace unos días acaba de empezar el juicio y conforme voy escuchando las declaraciones de los testigos y víctimas sobrevivientes, más claro tengo que estamos ante un ejemplo paradigmático sobre la pobre y lamentable justicia que nos rodea. Ni siquiera lo disimulan: la asesina está siendo tratada con una sensibilidad exquisita por parte de los jueces. El primer día ya afirmó más chula que un ocho que no le daba la gana de hablar. Todo lo que fueron diciendo en la sala los primeros testigos (algunos de ellos, protegidos por una mampara) le entró por un oído y le salió por el otro, de tan escasa atención como prestó al asunto. En la segunda sesión ya ni siquiera compareció en la sala pues en palabras de su abogado defensor “todo lo que Noelia oiga a lo largo del proceso podría afectar al desarrollo de la enfermedad mental que padece y al tratamiento que sigue para recuperarse”. Ojito con que la pobrecita asesina pueda oír de boca de los que presenciaron su bárbaro y alevoso ataque homicida cosas que la puedan enrojecer o avergonzarse, no vaya a ser que empeore y la palme.


Y mientras tanto, todas las víctimas y testigos que sobrevivieron a la matanza, están echos polvo. Oír sus declaraciones ante los jueces pone la carne de gallina a cualquier persona con una mínima sensibilidad. Algunas de ellas permanecerán enfermas el resto de sus vidas. Pero no importa mucho: son víctimas y en este país, lo guay del paraguay para algunos no son las víctimas si no los criminales. Que los pobrecicos descansen, no sufran, tengan todos los cuidados necesarios y gratis total. Una testigo, destrozada pero con una dignidad impresionante, ha tenido el detalle de considerar la ausencia de la acusada en la sesión como una falta de respeto hacia las víctimas. ¡Qué menos, digo yo, que la asesina escuche las opiniones y vea las consecuencias de su criminal conducta! Pues nada de eso, no vaya a ser que a la madame le patinen nuevas neuronas. ¡Es que debería ser una obligación que el delincuente dé la cara ante su víctima! Y un derecho el de ésta a -si así lo desea- mirarle a los ojos, hablarle y preguntarle en presencia de los jueces y abogados, quienes parece que tienen la exclusiva de cortar el bacalao y decir blanco o negro en el tinglado judicial. La víctima, para ellos y los legisladores, es un simple pasmarote.


Siempre había oído una frase horrorosa a la que no le encontraba la más pequeña justificación: “Odia el delito y compadece al delincuente”. El menda pensaba que a quien habría que compadecer, en todo caso, sería a la víctima o víctimas del delincuente, pero se ve que ya viene de antiguo este “aprecio” hacia el chorizo, ladrón o criminal (su valor, su presteza, su reivindicación…). ¿Y por qué esta mimosidad con el delincuente –la cual se multiplica por mil si por en medio aparecen “justificaciones políticas”-, mientras las víctimas se retuercen de dolor, sufren el olvido, se les silencia y muy frecuentemente se les victimiza de nuevo cuando al delincuente –si es condenado- se le saca de la cárcel en menos que canta un gallo? El Puñetas lo ve clarísimo: el delincuente y criminal da de comer a mucha gente (psicólogos, policías, carceleros, abogados, jueces…) mientras que de los muertos sólo comen los gusanos. Así de lamentable y así de triste. A esto le llaman justicia. Ju, ju, jo, jo, ji, ji, je, je, ja,ja… Tururú.


Por último. Seguramente algún lector comprensivo afirmará que la doctora era una persona enferma y, por tanto, nulamente responsable de sus actos. Quizás tenga razón, pero –a diferencia de muchos amantes del género policiaco, que se pirran por las historias personales de los delincuentes- al Puñetas le llegan antes al corazón y la razón las desgracias y realidades de las víctimas que las del chorizo o criminal de turno. ¡Qué le vamos a hacer!

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