viernes, 27 de abril de 2007

ATAÚDES RODANTES

(Menos una, todas las frases pertenecen a anuncios publicitarios de coches. Adivine cual).

¿Qué pensaría usted, amable lector, de algo con cuyo uso muere en el mundo un joven cada 90 segundos, es decir, más de 400.000 personas menores de 25 años? De algo con cuyo mal uso hay un costo en material y gastos sanitarios, por año, superior a toda la ayuda internacional al desarrollo de ese mismo año. ¿Qué le parece que cada día mueran cerca de 3.300 personas a consecuencia del uso de ese objeto o máquina? Cada treinta segundos, un muerto. Cada año, algo más de un millón de seres humanos (1,2 millones, como mínimo).


Y, siguiendo con las preguntas, ¿qué le parece a usted que ese algo tan devastador sea el objeto más deseado de cualquier bichejo humano? ¿Y que sea publicitado poco menos que como un objeto de placer, de diversión, de vitalidad y de belleza? ¿Y qué le parece que hayamos hecho del mismo nuestro centro de interés económico, cultural, estratégico y de vida? ¿Y qué tal que, para favorecer su expansión, destruyamos campos, bosques, ciudades y animales?


Seguro que a estas alturas de las preguntas, le parecerá bastante mal. A usted y a mí, que despotricamos cada vez que nos enteramos de un asesinato, un atentado, una guerra o una actuación cavernícola por parte del humanoide, ese ser vivo sin sentido, ilógico, demencial, aborto de la naturaleza.


Dígame ahora, como yo mismo me digo, qué hacemos con esa máquina de matar y de matarnos que es el coche. Qué hacemos con esas empresas que nos venden nichos de cuatro latas que corren a doscientos por hora en cuanto le aprietas un poco el acelerador, mientras que por las mejores carreteras del mundo sólo se está autorizado a circular a 130 Kms por hora como máximo. Qué hacemos con esos anuncios que nos venden esta máquina de matar como si fuese un objeto de broma, de lujuria, de autoestima, de orgullo o de pasión.


Y qué hacemos con nuestro paisaje, imposible de concebir desnudo de tanta hojalata motorizada, de tanto C02 echado a la atmósfera tan alegremente. Qué hacemos sin el puto coche, que parece que fuésemos inválidos, sin saber qué hacer, ni a donde ir sin él. ¿Cómo es posible que en el pueblo, donde viven siete mil almas, a las nueve de la mañana ya no exista un solo hueco sin su correspondiente vehículo de cuatro ruedas? ¿Y cómo se puede comprender que atravesarlo de cabo a rabo lleve veinte minutos, pese a lo cual la gente coge el coche hasta para ir al bar, que se encuentra a cinco minutos dando un tranquilo paseo?


Sí, sabemos que millones y millones de personas se ganan la vida también gracias a vehículo tan mortífero; sabemos que él garantiza una recaudación por impuestos de toneladas de millones de monedas y billetes que generalmente se destinan a otras cosas, menos a reducir la sangría; sabemos lo que sabemos pero, embrujados, nos postramos ante este becerro de oro que un mal día (quien coño no ha sufrido un accidente, o lo ha visto o le ha alcanzado a alguien conocido) nos dará ese disgusto letal del que jamás habla su lujuriosa propaganda. Claro, amable lector, el coche no tiene la culpa de nada, somos nosotros, sus conductores, o los peatones, o la mera desgracia. Es posible, pero si no abundase tanto instrumento de matar o de matarse (muchos accidentes de tráfico son –en puridad- auténticos crímenes cometidos sobre gente inocente o, incluso, suicidios), el número de fallecidos disminuiría a pasos agigantados. Pero ya que somos incapaces de sustraernos a su embrujo, a su vano orgullo, a su falsa seguridad y a nuestra estupidez congénita, hagamos al menos que el oropel de su venta y de su uso refleje la cruda realidad. Que los anuncios de coches hablen de la muerte, que sus fabricantes paguen nuestro entierro, que las autoridades publiquen el listado de los vehículos más mortíferos, que en cada lugar donde muera un ser humano al volante se plante una cruz o una calavera, que cada vez que nos montemos en semejante caharro sepamos que vamos a batirnos con la muerte propia o ajena, que jamás usemos esas cuatro paredes metálicas para bailar, reír, divertirnos o creernos los reyes de la carretera o la ciudad.


Todo antes que seguir instalados en esta espiral de muerte, de estupidez colectiva, de memez motorizada, de bobería y esclavitud hacia un cacharro al que ahora hasta le permiten que corrija algunos de nuestros fallos al volante, para así hacernos todavía más irresponsables. Qué artículo tan tristón y visceral me ha salido hoy, pero cada 30 segundos hay un nuevo muerto sobre la tierra a causa de este invento y eso debería hacer agachar las orejas y la cabeza a cualquiera. No es cosa de tomarse la cosa a pitorreo, máxime cuando nadie (ni aún cuando viste de peatón) tiene garantías de que él no será el siguiente en engrosar la lista. Esta sí que es una auténtica Guerra Mundial y no esas dos del siglo XX que cuentan los libros de historia.

0 comentarios: