martes, 18 de abril de 2006

LA CULTURA DEL DESPERDICIO



Vivimos en una sociedad (el modelo, la norteamericana, la burda imitación, la española), en la que una de las paradojas mayores es que no sólo se produce más de lo que se necesita si no que sale más barato comprar cosas nuevas que arreglar las viejas.


Varios ejemplos de la vida diaria. Es más barato comprar algunas impresoras (con sus cartuchos de tinta de regalo) que sustituir los cartuchos a la vieja impresora. Los televisores de nueva generación que se están vendiendo (esos de plasma y tal) dicen los expertos que sólo tienen una duración vital de 5 ó 6 años. Cojonudo, ¿verdad? Si se estropea el video (cualquier aparato, o sea) lo mejor es tirarlo a la basura porque se encontrarán en el mercado ejemplares más baratos y de mejores prestaciones que el averiado. Si quieres estar a la moda en cuestión de zapatos femeninos, lo suyo es comprarse esos que tienen una puntera –horrorosa- que parece el rabo de un lagarto. Dentro de unos meses, como salga la fémina a la calle con esos puntiagudos zapatuchos, será el hazmerreír de sus colegas porque ahora se llevarán romos y planitos. Los pasados de moda (gracias a la “moda”) a tirarlos a la basura o al desván, por si dentro de 30 años se vuelven a poner de actualidad.


Estamos instalados ya en una civilización de bárbaros que tratamos chulescamente a la naturaleza y al planeta sin que se nos caigan los anillos, los piercings, los tatuajes, la silicona, los implantes y la vergüenza. En esta cultura del desperdicio (que abarca hasta las ideas, suponiendo que algunas “ideas” que nos venden lo sean) el amor que lleva a cuidar las cosas y conservarlas es hoy revolucionario. Sí, hay que rescatar esta palabreja de antaño para –despojándola de cualquier matiz politiquero partidista- referirla a actos tan cotidianos como el comprar, el hablar, el sentir…¡y hasta el leer! Será que uno, con los años, se ha vuelto algo majareta –además de carrozón- y ya se atreve a calificar de revolucionarias cosas tan elementales como un trabajo bien hecho, la lectura de un autor clásico, el obtener sobresaliente en los estudios, no ver la telecaca más allá de diez minutos al día o ninguno, comprar sólo lo que uno considera estrictamente necesario y no superfluo (prefiriendo la calidad sobre la cantidad) o aborrecer tanto exceso semana-santero, futbolero o comadrelesco. Tiempos estos –la historia se repite, claro- en que hay que luchar hasta por lo obvio. Por ejemplo, que no te llamen por teléfono a la hora de la siesta para venderte el cambio de compañía telefónica (las odio a todas, oiga! –respondo cabreado, pero la señorita sigue erre que erre con su cantilena loril) o que tu buzón no lo llenen de rastrera propaganda, a pesar de que lo especificas claramente.


En fin, que consumir de forma cívica y austera no determina las decisiones productivas de las empresas, instaladas en el derroche y el engaño al consumidor. Nos están diseñando una cultura del prealzheimer, inmersos como nos procuran en un espejismo de diversidad que es puro cuento. Pongan la radio un día de partido de Champion Li a ver si encuentran muchas emisoras radiando algo diferente al fútbol. Un ejemplillo de la pluralidad y diversidad que disfrutamos. Es curioso: cada vez los objetos de consumo duran menos, sean muebles, electrodomésticos, coches…, pero la basura que viene acompañándolos o producen puede llegar a sobrevivir durante varios centenares de años. La Cocacola te la zampas de un trago, pero la botellita de plástico en que viene embotellada resistirá unos 500 años a la intemperie. La pila del aparato de mp3 durará diez horas pero, además de contaminarla, seguirá pudriéndose en la Naturaleza más de mil años. Como dicen muchos iletrados y mangantes, vamos mejorando. Que Alá les conserve la vista, la lengua y el morro.

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