viernes, 27 de enero de 2006

EMPACHO DE FÚTBOL, ANESTESIA COLECTIVA



Ayer se me ocurrió desayunar en un bar atestado de gente. Mal asunto empezar el día con ruido excesivo y fumeteo ajeno incluido, pues cada vez cuesta más trabajo encontrar un chiringuito que no permita fumar. Pronto varios parroquianos, de esos que parece que han nacido pegados a la barra del bar, empezaron a llamar mi aún somnolienta atención. Discutían (decir que “hablaban” sería mentir) sobre lo de siempre: el fútbol. Sobre ese encuentro entre el Valencia y el Deportivo que suspendió el árbitro tras recibir un juez de línea una pedrada de un euro en la crisma, conforme se desciende hacia las cejas. Aquello se fue calentando (fuera hacía bastante frío para lo que es habitual) aunque el dueño del bar (un pedazo árbitro y no el Collina ese) supo templar, mandar y retornar la bronca a sus justos términos.


Hoy, habiendo tantas cosas, noticias y paridas en que hurgar, me viene a la mente la tonta discusión del bar, nacida porque ninguno de los interfectos consideraba que los otros pudieran tener razón. Lo grave es que cada uno se envolvía en la bandera de un equipo (no sólo el Valencia o el Depor), saliendo a colación el Madrid, el Barcelona y hasta la madre que parió a Villar, el presidente de la Federación Española de Fútbol. Y piensa uno qué demonios tendrá el fútbol para que la gente pierda los estribos, la simpatía y el juicio en su nombre. Por qué en las telecacas se destina más tiempo a informarnos sobre este deporte que sobre el resto de las noticias del día. Por qué todo el mundo tiene que ser de un equipo. Por qué los que radian los partidos gilipollean tanto con palabras de guerra y con gritos troglodíticos como ese largísimo gooooooooool que hiere hasta las entrañas. Por qué es más importante la derrota del Barça en Zaragoza que la opinión del Consejo de Estado sobre el Estatut o que el consumo de droga a las puertas de los colegios. ¿No será que el fútbol cumple perfectamente con el rol que la religión tenía en sus años mozos: anestesiar al personal?


Ciudades enteras que laten aceleradamente si “su” equipo (“su” equipo, ¿de qué?) va en los primeros puestos de la Liga. Aglomeraciones de gente en las taquillas de los estadios dispuesta a gastarse 50 euros para ver un partido, en vez de emplearlos en pagarse una buena cena o echarlos en la hucha para hacer ese viaje que nunca podrán hacer por falta de pasta (esa que –a lo largo de todo un año- se lleva el club de sus “amores”). Cada uno es libre de gastarse el parné en lo que quiera, pero resulta lastimoso ver que la prioridad de millones de personas en el mundo sea enterrarlo en un espectáculo tropecientas mil veces repetido, carísimo para lo que ofrece y donde –encima que pagas- estás obligado a apoyar a “tu” equipo haciéndote polvo la garganta, echando improperios a los jugadores rivales o intimidando al arbitrucho de turno para que los tres puntos o la eliminatoria caigan de nuestro lado.


Un extraterrestre que nos visitase y contemplase esta desaforada pasión por el fútbol (ojo, no por practicarlo sino por verlo pagando), a poco que fuese algo inteligente, exclamaría:


-¡Qué locos que están estos terrícolas!


Confieso que soy un tipo raro en esto del fútbol. Me gusta ver de vez en cuando un buen partido, de esos en que se juegan algo importante y no sólo tres puntos. En muchas ocasiones, cuando veo que los jugadores dedican todos sus esfuerzos a engañar al árbitro en vez de a jugar, o que no actúan con deportividad ante sus rivales, cierro la tele y me voy con viento fresco a hacer algo más útil que ver a esos tramposos mercenarios. Y es que el resultado me la trae fresca. No soy de ningún equipo y suelo contemplar el “espectáculo” con mucha objetividad y escaso apasionamiento. Lo de ir a un campo a verlo en directo sería una tortura. Debe ser desquiciante estar rodeado de miles y miles de tipos que gritan como si se los llevaran los demonios. Una vez hice la prueba (en el Nou Camp) y la jaqueca consiguiente me duró una semana.


En fin, que cada cual haga lo que le plazca con tan bello deporte como es el fútbol (sobre todo si ves un partido de infantiles) pero tan maltratado por la parafernalia, el boato, la tontuna pasión y el exceso informativo. Todos estos excesos no hacen sino reafirmarme en mi tesis de que el “pan y circo” romano ha devenido en el “pan y fútbol” de estos desnortados tiempos. Un bello cuento el del fútbol con el que los de siempre, esos que mangonean y dirigen los hilos de la humanidad –sea local, autonómica, nacional o mundial- nos tienen muy, pero que muy entretenidos. Quiero decir, anestesiados. Insensibles para ver más allá de lo que acontece a ras de suelo en el verde césped de un campo de fútbol.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Don Juan:
Comparto en modo absoluto su articulazo sobre el desquiciamiento futbolero.
A tener en cuenta que este descerebramiento no es exclusivo del bajo nivel cultural...hace poco tuve que aguantar un episodio como el que describe en un bar, por mi parte en una cena de trabajo en la que gentge que había llegado al doctorado, incluso en humanidades, tenía un comportamiento incluso peor.