domingo, 13 de septiembre de 2009

EN EL CONFESIONARIO... EDUCATIVO (1 DE 2)


No me pregunten qué hacía allí ni cómo pasó. Lo cierto es que me encontraba en el interior de un antiguo confesionario de una iglesia de barrio buscando a tientas una moneda que se me había caído dentro. No me pregunten tampoco qué demonios había hecho para que del monedero cayese hacia el interior de tan respetable lugar esa moneda. El caso es que andaba rebuscando en el interior cuando una voz me sobresaltó.

-Padre, deseo confesarme.

A través de la rejilla entreví la cara de un hombre cincuentón, serio, de aspecto agradable y digno. La oscuridad reinante en el interior de aquel lugar, unida a que corrí rápidamente las cortinillas de la entrada, me permitieron pasar desapercibido físicamente para aquel visitante. Me ayudaba también el que yo iba vestido con ropa oscura. ¿Qué hacer ante aquella inesperada situación fruto de una actuación mía bastante estúpida? Pedí que la tierra me tragase pero nada ocurrió. Pensé que debía subsanar aquel error, quedando todo en vulgar anécdota. Pero cuando se cometen varias estupideces seguidas no es fácil volver a la racionalidad, así que todavía no logro comprender cómo fui capaz de aplomar mi ánimo, sentarme tranquilamente y comenzar la conversación que sigue a continuación. Espero que Dios, que es misericordioso (o, al menos, eso dicen los que saben de él) me perdone que suplantara a uno de sus presuntos representantes en la Tierra. Debo justificar como disculpa que nunca tuve la sensación de que aquel señor me estuviese diciendo algo íntimo. Lo que allí se habló podía haberse dicho en cualquier otro lugar. Juzgue usted mismo, lector.

-Verás, hijo, estoy aquí limpiando un poco por dentro y anímicamente no estoy preparado… ¿Podría regresar dentro de una hora?

-Seré breve, padre. En realidad, más que confesarme lo que quiero es sincerarme con alguien, hablar de lo que siento y pienso. Cada vez es más difícil encontrar interlocutores válidos que, no ya te comprendan, sino que simplemente quieran escucharte. Hay ocasiones en que es necesario contar a alguien lo que uno piensa o lo que le irrita o le hace feliz. Somos gente necesitada de los demás pero cada vez nos encontramos más solos. Soy viudo, sin hijos y los pocos amigos que tenía, mayores que yo, han ido muriendo poco a poco o viven lejos. Esta mañana me levanté un poco raro, espeso, vacío. Sensaciones diferentes pero complementarias, padre. Nunca he pisado una iglesia, salvo cuando voy de turismo, pero al ver que esta modesta iglesia estaba abierta, no sé porqué encaminé mis pasos al interior, decidido a estar unos minutos en paz consigo mismo, en silencio. Y mire por donde, cuando he pasado cerca de este confesionario, he visto que había alguien dentro y he sentido la necesidad imperiosa de contarle a un extraño –ustedes, se supone, están acostumbrados a escuchar a los demás- lo que ya no puedo referir ni en mi círculo profesional. No es una confesión, padre, simplemente una conversación. Lo mismo la podríamos tener en la barra de un bar aunque aquí dentro parece que las palabras y las ideas tengan más hondura, más presencia. No sé si me entiende.

-Sí, hijo, te entiendo. Ya me dirás, pero te ruego cierta brevedad porque dentro de diez minutos tengo que ir al Mercadona. No te extrañe: quiero comprar alimentos para un par de familias necesitadas a las que visitaré esta mañana. Lo comprendes, ¿verdad?

-Seré breve entonces. Verá. Soy profesor de primaria de un colegio público del sistema educativo de  Andalucía. Ya sabrá que en nuestro país cada Comunidad Autónoma tiene las competencias en la materia, así que ya no podemos hablar –en puridad- de un único sistema educativo. Me quedan dos años para jubilarme pero desde hace cuatro o cinco estoy obsesionado con que llegue ese momento. Siempre me ha encantado mi profesión pero ya estoy harto, padre, harto de ver la degradación de la enseñanza, del sin sentido de muchas de las cosas que se hacen, del poco valor y aprecio que tenemos a la cultura. Sí, ya soy viejo y quizás es que los numerosos cambios habidos desde el último lustro han puesto de manifiesto que mi tiempo pasó, que soy ya un inadaptado, que las constantes “novedades” me superan, que soy un antiguo, vaya…

-Tiene una bonita profesión, ayudar a las jóvenes generaciones a formarse, a instruirse, a ser buena gente…

-Eso era antes, padre. O, al menos, me lo parece. Me siento como un pelele, como alguien a quien los gobernantes de mi ámbito profesional manejan como quieren y al que ponen todas las trabas del mundo para no enseñar y formar adecuadamente. Las familias, salvo habas contadas, ven en mí sólo al perro guardián de sus criaturas y la chiquillería, también salvo excepciones, viene al colegio como el que va a una fiesta. Será que todavía conservo un poco de mi siempre visceral espíritu crítico, o que me he vuelto tan mayor que ya soy sólo un cascarrabias, pero veo que a mi alrededor todo el mundo se conforma con lo que tenemos. ¡Hasta la mayoría de mis colegas callan y otorgan, unos por miedo, otros por resignación, otros por ignorancia o necesidad! 

-La verdad, amigo mío, es que no le envidio. Si a los profesores y a los médicos los muelen a palos en ocasiones o los ningunean de la manera que usted dice y que yo también sé, es que estamos más cerca de Sodoma y Gomorra que del Paraíso Terrenal.

-No le molestaré mucho más, pero quiero simplemente indicarle algunos datos concretos para que se haga una idea de la situación. Verá, antes se daban las clases con placidez, con tiempo suficiente para que los alumnos pensasen, descubriesen la complejidad de las cosas, para que cada uno siguiese su ritmo de aprendizaje. Si había que profundizar en un tema se hacía sin miedo al reloj, cortabas una actividad en cuanto notabas cierto cansancio y pasabas a otra cosa. El profesor autogestionaba su propio horario, repartiendo las materias (que solía dar casi en su totalidad) de acuerdo a los ritmos de aprendizaje del alumnado y a las circunstancias diarias, como la actualidad, un hecho imprevisto, un comentario de alguno de los alumnos que abría una nueva vía de aprendizaje y estudio. Aquello era, por decirlo, claramente, un magisterio. Hoy día, son los jefes de estudio los que te hacen el horario, salpicado de medias horas de clase donde no da tiempo ni a decir buenos días. O con sesiones de cuarenta y cinco minutos donde, cuando está la cosa más interesante, debes cortar por lo sano para que entre otro profesor mientras tú te vas a otra clase. Corriendo, con el reloj como juez supremo, como en una estación de ferrocarril o un aeropuerto donde el tiempo está siempre tasado. Ya no hay paz, ni amor por el trabajo bien hecho que tiene lugar cuando -entre otras cosas- el reloj no es un dictador. Así que casi todo se queda a medio, tienes que repetir otra vez al día siguiente lo que se quedó interrumpido, las clases tan cortas obligan a un estrés innecesario para llegar puntual a la hora del intercambio, todo se hace a medias. No es vida, padre.

-Sí, amigo, antes nos movíamos en el tiempo, ahora es el tiempo quien nos mueve a nosotros, zarandeándonos como muñecos. Nos maneja a su antojo…

-Pero ese ritmo frenético, tan poco propicio para hacer un trabajo bien hecho, -sobre todo en las pequeñas edades-, nos lo imponen arbitrariamente, artificialmente. Han desarmado el saber, que es integral, en parcelas separadas unas de otras que nunca se reencuentran. Ahora inglés, luego gimnasia, después un poco de matemáticas, a continuación plástica, luego un recreo y así trocito a trozo, inconexo el saber, los alumnos avanzan –es un decir- como si estuvieran en una selva inescrutable que nunca llegan a conocer en su totalidad, en sus lazos y dependencia. Saberes independientes dados por gente diferente y diferenciada en tiempos ajenos a la totalidad.

-Sí, a ritmo de audiovisual, como en la radio o en la televisión. Cuando el entrevistado está diciendo cosas interesantes se le corta abruptamente porque llega la hora de la publicidad o del siguiente programa…

-Lo peor es que como el entrevistado ya conoce el percal, normalmente condensa en pocas palabras e ideas lo que tiene que decir. O sea, que reduce su saber, conocimientos u opinión a un resumen o síntesis, que por esencia siempre son incompletos o parciales. Y a otra cosa mariposa… Luego está la manía por los papeles y los programas políticos. Lo único que les interesa a los gobernantes es que tengamos programaciones, proyectos curriculares, diseños, planes de centro… Que estemos siempre preocupados por el papeleo, la burocracia… La Inspección educativa es un desastre. En todos mis años nunca ha entrado un Inspector en un aula mía a ver lo que hacía y si lo hacía bien o mal. Ya no pueden –quedarían en ridículo ante un profesor medianamente preparado- porque ni siquiera les exigen que sean expertos en Ciencias de la Educación. Ellos también están volcados exclusivamente en el papeleo y las reuniones improductivas o para transmitir consignas. Y encima los han politizado enormemente, empezando por los sistemas de selección, adulterados para que al final entren en la Inspección los que tienen que entrar. Se han convertido así en la voz de su amo, ya no quedan quienes se opongan –al menos dialécticamente- a las tonterías y bobadas que les transmiten desde arriba gentes de despacho y moqueta que se creen unos genios porque un amigacho les ha colocado a dedo en una Dirección General o en una Delegación Provincial. Gentes (muchos son antiguos profesores que han desertado de las aulas para darse la gran vida en esto del politiqueo) que nunca apreciaron la dura pero importantísima labor de los enseñantes y que se han buscado un camino para escapar de ella y vivir como reyes. Encima pretenden dar lecciones de cómo actuar en las aulas a los que se han quedado en ellas. Ni idea, padre, no tienen ni puta idea… Perdón por la palabreja…

-No se preocupe, amigo. Rece medio padrenuestro y ya está. Mal veo el panorama…

-Sí, esos politiquillos ineptos e inútiles son los máximos responsables, tanto en los niveles superiores como intermedios. Por no hablarle de los que se dedican a la sopa boba del sindicalismo, liberados también de dar clase. Su prestigio es tan nulo que ya ni aparecen por los centros. Eso sí, siempre firman las normas y leyes que les pone delante el gobierno autonómico y central sin que se les ocurra previamente hacer una consulta en toda regla no sólo a sus afiliados sino a  una parte representativa del profesorado. Ya han olvidado que el grato lugar que ocupan se lo deben a quienes cada cuatro años les votan en unas elecciones sindicales, aunque la abstención suele ser altísima, pero eso a ellos no les importa. Sí, de vez en cuando, se sacan de la manga una acción de protesta o un día de huelga. Casi siempre lo hacen de hoy para mañana, con escasa información previa, sin debates… La intención es clara, que lo proyectado sea un fracaso:  de cara a la opinión pública salvan su cara (los profesores, ya se sabe, se movilizan muy poco -arguyen) y de puertas adentro -respecto al poder político que les trata con mimo- quedan como reyes. Perdón, quiero decir, como fieles y dóciles servidores. Así el momio que disfrutan queda asegurado y bien apalancado.
                        

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