Esta mañana fue el sorteo de la lotería de Navidad. Un sorteo la mar de tradicional en España. Una de las pocas cosas donde los tontos y los listos, los de izquierdas y los de derechas, los chorizos y la gente honrada, los creyentes y los ateos, están completamente de acuerdo: hay que jugar y participar. ¡Para que luego digan que en la vieja piel de toro no somos capaces de formar una piña!
Así que ahí tenemos a Juan Puñetas, al que sólo le gusta ganar la pasta gansa con el sudor de su frente, participando también en el bendito sorteo a ver si hay suertecilla y nos hace un apaño. Y es que ¡es tan difícil ir contracorriente! Porque aquí todo quisque juega, aunque sea a costa de quitárselo de la boca. De modo que si no juegas en la empresa, o en la oficina, o en el ministerio o en la puta calle, corres el riesgo de que algún siglo de éstos les toque el gordo a todos los compañeros, camaradas o acompañantes con los que te peleas o ríes todos los días del año. Y tú, ser asocial y raro, ves como todo el mundo salta de alegría y se relame de gusto con un premio caído del cielo, mientras que por una tontería, por no transigir con una norma social mayoritariamente establecida casi como un rito, no sabrías donde esconderte por haber hecho el primo. ¡Toda tu gente haciéndole un corte de mangas al jefe –al que también le ha tocao su dinerín- y tú, retonto de la tontería, más pelao que el culo de un mono!
Así que, como uno no es de piedra, y sabe portarse en público para no caer en desgracia, pues juega todas las navidades un par de décimos a ver si algún milenio de éstos hay suertecilla y logra retirarse del mundanal ruido. Pero, ¡qué va! Jamás me ha tocado ni la pedrea, ni la más mísera de las recompensas, ni un maldito reintegro. Será como castigo. Será que siempre le toca a los demás. Será que no le pongo ilusión al asuntillo. O que soy un cenizo. O que ya tengo suerte de sobra con otras cosas de la vida. De modo que sólo queda el consuelo de comprobar que otros sí lo consiguen, como esos emigrantes norteafricanos de Beas de Segura que vinieron al pueblo a recoger aceituna y les ha llovido un buen puñado de billetes con los que lo mismo se podrían comprar el olivar entero. ¡Alabados sean los niños de San Ildefonso –voceros del sorteo- que a veces premian al que nada tiene y nada espera, salvo un milagro!
Claro que a veces sería mejor que les tocase el gordo a algunos peces ídem. Por ejemplo a algunos politiquillos que nos están tocando las narices a todas horas, a ver si así deciden largarse a vivir a las Islas Caimán, donde tocar las pelotas a la gente sale más barato y es más agradecido. Pero ni por esas.
Y es que este es el auténtico éxito del sorteo navideño. La esperanza y hasta la creencia en que un rayito de suerte cambie nuestra vida, supliendo de un plumazo por la vía de los ingresos atípicos la falta de justicia, el sueldo miserable, el sueño inalcanzable o la rutina de una vida sin nuevos alicientes. O que al menos cambie al vecino de al lado que siempre nos está haciendo la puñeta, a ver si así se larga y nos deja tranquilos. Al final todo queda en agua de borrajas para la inmensa mayoría. Aunque el desconsuelo dura poco: total, en 365 días volveremos a las andadas. Y así hasta que alguien nos meta en una caja de pino, caoba o plástico y nos mande bien fresquitos al más allá. Donde, por cierto, nos darán la bienvenida con estas bellas palabras:
-Bienvenido, gilipollas. Acaba de tocarte la lotería.
Así que ahí tenemos a Juan Puñetas, al que sólo le gusta ganar la pasta gansa con el sudor de su frente, participando también en el bendito sorteo a ver si hay suertecilla y nos hace un apaño. Y es que ¡es tan difícil ir contracorriente! Porque aquí todo quisque juega, aunque sea a costa de quitárselo de la boca. De modo que si no juegas en la empresa, o en la oficina, o en el ministerio o en la puta calle, corres el riesgo de que algún siglo de éstos les toque el gordo a todos los compañeros, camaradas o acompañantes con los que te peleas o ríes todos los días del año. Y tú, ser asocial y raro, ves como todo el mundo salta de alegría y se relame de gusto con un premio caído del cielo, mientras que por una tontería, por no transigir con una norma social mayoritariamente establecida casi como un rito, no sabrías donde esconderte por haber hecho el primo. ¡Toda tu gente haciéndole un corte de mangas al jefe –al que también le ha tocao su dinerín- y tú, retonto de la tontería, más pelao que el culo de un mono!
Así que, como uno no es de piedra, y sabe portarse en público para no caer en desgracia, pues juega todas las navidades un par de décimos a ver si algún milenio de éstos hay suertecilla y logra retirarse del mundanal ruido. Pero, ¡qué va! Jamás me ha tocado ni la pedrea, ni la más mísera de las recompensas, ni un maldito reintegro. Será como castigo. Será que siempre le toca a los demás. Será que no le pongo ilusión al asuntillo. O que soy un cenizo. O que ya tengo suerte de sobra con otras cosas de la vida. De modo que sólo queda el consuelo de comprobar que otros sí lo consiguen, como esos emigrantes norteafricanos de Beas de Segura que vinieron al pueblo a recoger aceituna y les ha llovido un buen puñado de billetes con los que lo mismo se podrían comprar el olivar entero. ¡Alabados sean los niños de San Ildefonso –voceros del sorteo- que a veces premian al que nada tiene y nada espera, salvo un milagro!
Claro que a veces sería mejor que les tocase el gordo a algunos peces ídem. Por ejemplo a algunos politiquillos que nos están tocando las narices a todas horas, a ver si así deciden largarse a vivir a las Islas Caimán, donde tocar las pelotas a la gente sale más barato y es más agradecido. Pero ni por esas.
Y es que este es el auténtico éxito del sorteo navideño. La esperanza y hasta la creencia en que un rayito de suerte cambie nuestra vida, supliendo de un plumazo por la vía de los ingresos atípicos la falta de justicia, el sueldo miserable, el sueño inalcanzable o la rutina de una vida sin nuevos alicientes. O que al menos cambie al vecino de al lado que siempre nos está haciendo la puñeta, a ver si así se larga y nos deja tranquilos. Al final todo queda en agua de borrajas para la inmensa mayoría. Aunque el desconsuelo dura poco: total, en 365 días volveremos a las andadas. Y así hasta que alguien nos meta en una caja de pino, caoba o plástico y nos mande bien fresquitos al más allá. Donde, por cierto, nos darán la bienvenida con estas bellas palabras:
-Bienvenido, gilipollas. Acaba de tocarte la lotería.
1 comentarios:
Al que siempre le toca la lotería es a papá Estado, que se lleva la mayor tajada. Que yo quisiera saber,por cierto, qué hacen con este dinero esos politiquillos que mencionas.
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