A veces lee uno cosas que le dejan patidifuso a pesar de que Juan Puñetas se sorprende cada vez por menos cosas, ya que todo es un enorme y escandaloso despropósito. Pero tratándose de asuntos que afectan a la justicia (riámonos a carcajadas unos segundos antes de proseguir) y a la vida de personas que colaboraron con ella, lo suyo es de juzgado de guardia, y nunca mejor dicho, aunque me temo que ni con la bomba de neutrones se lograba solucionar el desaguisado.
Pero menos preámbulos y al grano. Resulta que leo en el magazine del diario ABC los siguientes titulares: “Han visto demasiado y, por honestidad o por rabia, decidieron contarlo. Ahora están en la diana de las mafias. Nunca pensaron que aquel gesto arruinarĂa su vida. Que colaborar con la justicia les iba a costar tan caro como cuentan en este reportaje”. Habla el periĂłdico de los “testigos protegidos” y del “precio de la verdad”, que como se comprueba en el reportaje, está más caro que el del caviar, las angulas y el azafrán juntos.
Una chica brasileña que iba a trabajar como camarera en la costa, pero que cuando llega a España es llevada por su “empleador” a un burdel de Extremadura, donde trabajaban más de 20 mujeres latinoamericanas. Multas, palizas… y cuando por fin logra escaparse todavĂa le llegarĂa lo peor: “No tenĂa dinero ni nadie a quien recurrir. Me dijeron que si colaboraba me darĂan los papeles. No me lo pensĂ© dos veces. QuerĂa que pagaran por lo que nos habĂan hecho. Meses más tarde la PolicĂa desarticulĂł una red de trata de blancas y tráfico de drogas. Pero ahĂ acabĂł la cosa. Lo Ăşnico que obtuve de las autoridades fue una identidad falsa para ocultarme hasta el dĂa del juicio. Ni el permiso de residencia prometido ni dinero, ni siquiera un hogar de acogida donde ir”. Menudas autoridades y menuda justicia. Ahora vive aterrorizada porque hasta algĂşn comisario de policĂa le ha amenazado si se va demasiado de la lengua. “AquĂ la verdadera condenada soy yo. Soy blanco de cualquier sicario. Me paso el dĂa entre cuatro paredes. Si el dĂa del juicio ellos salen a la calle, será mi condena definitiva”.
Edificante, ¿no? Pero el segundo caso no le va a la zaga. El nuevo testigo “protegido” fue decisivo en su testimonio en el caso del secuestro, tortura y asesinato de los independentistas vascos Lasa y Zabala. Rodaron cabezas (no todas), pero muy importantes. Desde que se decidiĂł a hablar hace más de cinco años “soy un cadáver andante. Todo han sido falsas promesas. Aquel papel en el que el juez me dotaba como testigo protegido, valĂa menos que un bonobĂşs. Entonces yo tenĂa una vida organizada y feliz. Ahora vivo de la caridad de los pocos amigos que no me han dado la espalda. Me convertĂ en un apestado. Tuve que cerrar mi empresa y evaporarme. Ya soy un juguete roto. Cualquier dĂa acabo mal. Me han utilizado y ahora estoy en un tĂşnel sin salida. Vivo resistiendo a base de pastillas y durmiendo con la televisiĂłn encendida, sin sonido, para estar alerta”.
Ejemplarizante, ¿no? El tercer testigo protegido (la palabra es una tomadura de pelo en toda regla) es un minero que aceptĂł un mal dĂa un puesto de encargado en un club de alterne. AllĂ comprobĂł toda la miseria humana que nunca habĂa imaginado trabajando bajo tierra. Chicas sometidas a toda clase de vejaciones, tratadas peor que los perros. Aquello se le hizo insoportable y se largĂł. Pero a los pocos dĂas la policĂa habĂa hecho una redada en el club y el dueño, un venezolano bien relacionado, lo telefoneaba para recomendarle, bajo amenazas, que tuviera la boca cerrada si lo citaban del juzgado. Y aunque la intenciĂłn del exminero era no meterse en lĂos, tanto le presionaron que estallĂł, llamĂł al juzgado y corroborĂł todo lo que las chicas habĂan declarado. Incluso hablĂł del grupo de guardias civiles que cobraban por hacer la vista gorda. Y entonces unos y otros decidieron ir a por Ă©l. Abordaron a su mujer, le amenazaron, simularon un atentado frente a su domicilio… El minero pasĂł a ser testigo protegido, aunque la protecciĂłn es más bien poca. Siempre tenĂa que ir con escolta. No pudo volver a trabajar. Se vino abajo y empezĂł a medicarse. La gente, al verle con escolta, pensaba que era un terrorista o algo parecido. Y, lo peor, es que los mafiosos fueron absueltos por esa justicia tan poco justiciera y tan mucho rastrera que se da en España por parte de una gran mayorĂa de jueces, más prestos a defender al delincuente que compadecer al perseguido o al muerto. Ahora el minero está enfermo y abandonado, con una mĂsera pensiĂłn de invalidez. Vive en vilo y aterrorizado. Todo, menos “protegido”.
Tres bellas historias que prueban que si hay justicia será en la otra punta del Universo, que es un mal negocio ser un testigo indiscreto cuando enfrente hay gente de cierto pedigrĂ y que muchos jueces, policĂas y autoridades usan a estos testigos como a los pañuelos de papel. AsĂ que los prĂłximos testigos deberĂan ser sus queridĂsimas madres, a ver si asĂ les va mejor.
Pero menos preámbulos y al grano. Resulta que leo en el magazine del diario ABC los siguientes titulares: “Han visto demasiado y, por honestidad o por rabia, decidieron contarlo. Ahora están en la diana de las mafias. Nunca pensaron que aquel gesto arruinarĂa su vida. Que colaborar con la justicia les iba a costar tan caro como cuentan en este reportaje”. Habla el periĂłdico de los “testigos protegidos” y del “precio de la verdad”, que como se comprueba en el reportaje, está más caro que el del caviar, las angulas y el azafrán juntos.
Una chica brasileña que iba a trabajar como camarera en la costa, pero que cuando llega a España es llevada por su “empleador” a un burdel de Extremadura, donde trabajaban más de 20 mujeres latinoamericanas. Multas, palizas… y cuando por fin logra escaparse todavĂa le llegarĂa lo peor: “No tenĂa dinero ni nadie a quien recurrir. Me dijeron que si colaboraba me darĂan los papeles. No me lo pensĂ© dos veces. QuerĂa que pagaran por lo que nos habĂan hecho. Meses más tarde la PolicĂa desarticulĂł una red de trata de blancas y tráfico de drogas. Pero ahĂ acabĂł la cosa. Lo Ăşnico que obtuve de las autoridades fue una identidad falsa para ocultarme hasta el dĂa del juicio. Ni el permiso de residencia prometido ni dinero, ni siquiera un hogar de acogida donde ir”. Menudas autoridades y menuda justicia. Ahora vive aterrorizada porque hasta algĂşn comisario de policĂa le ha amenazado si se va demasiado de la lengua. “AquĂ la verdadera condenada soy yo. Soy blanco de cualquier sicario. Me paso el dĂa entre cuatro paredes. Si el dĂa del juicio ellos salen a la calle, será mi condena definitiva”.
Edificante, ¿no? Pero el segundo caso no le va a la zaga. El nuevo testigo “protegido” fue decisivo en su testimonio en el caso del secuestro, tortura y asesinato de los independentistas vascos Lasa y Zabala. Rodaron cabezas (no todas), pero muy importantes. Desde que se decidiĂł a hablar hace más de cinco años “soy un cadáver andante. Todo han sido falsas promesas. Aquel papel en el que el juez me dotaba como testigo protegido, valĂa menos que un bonobĂşs. Entonces yo tenĂa una vida organizada y feliz. Ahora vivo de la caridad de los pocos amigos que no me han dado la espalda. Me convertĂ en un apestado. Tuve que cerrar mi empresa y evaporarme. Ya soy un juguete roto. Cualquier dĂa acabo mal. Me han utilizado y ahora estoy en un tĂşnel sin salida. Vivo resistiendo a base de pastillas y durmiendo con la televisiĂłn encendida, sin sonido, para estar alerta”.
Ejemplarizante, ¿no? El tercer testigo protegido (la palabra es una tomadura de pelo en toda regla) es un minero que aceptĂł un mal dĂa un puesto de encargado en un club de alterne. AllĂ comprobĂł toda la miseria humana que nunca habĂa imaginado trabajando bajo tierra. Chicas sometidas a toda clase de vejaciones, tratadas peor que los perros. Aquello se le hizo insoportable y se largĂł. Pero a los pocos dĂas la policĂa habĂa hecho una redada en el club y el dueño, un venezolano bien relacionado, lo telefoneaba para recomendarle, bajo amenazas, que tuviera la boca cerrada si lo citaban del juzgado. Y aunque la intenciĂłn del exminero era no meterse en lĂos, tanto le presionaron que estallĂł, llamĂł al juzgado y corroborĂł todo lo que las chicas habĂan declarado. Incluso hablĂł del grupo de guardias civiles que cobraban por hacer la vista gorda. Y entonces unos y otros decidieron ir a por Ă©l. Abordaron a su mujer, le amenazaron, simularon un atentado frente a su domicilio… El minero pasĂł a ser testigo protegido, aunque la protecciĂłn es más bien poca. Siempre tenĂa que ir con escolta. No pudo volver a trabajar. Se vino abajo y empezĂł a medicarse. La gente, al verle con escolta, pensaba que era un terrorista o algo parecido. Y, lo peor, es que los mafiosos fueron absueltos por esa justicia tan poco justiciera y tan mucho rastrera que se da en España por parte de una gran mayorĂa de jueces, más prestos a defender al delincuente que compadecer al perseguido o al muerto. Ahora el minero está enfermo y abandonado, con una mĂsera pensiĂłn de invalidez. Vive en vilo y aterrorizado. Todo, menos “protegido”.
Tres bellas historias que prueban que si hay justicia será en la otra punta del Universo, que es un mal negocio ser un testigo indiscreto cuando enfrente hay gente de cierto pedigrĂ y que muchos jueces, policĂas y autoridades usan a estos testigos como a los pañuelos de papel. AsĂ que los prĂłximos testigos deberĂan ser sus queridĂsimas madres, a ver si asĂ les va mejor.
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